Savia Herida
A pesar de ser una bruja, Savia Herida no vivía en un aquelarre, ni prisionera en un castillo, y mucho menos en una choza oculta del resto de habitantes del lugar.
Savia Herida tenía una casita de madera en medio de una explanada de trigo. Es cierto que no estaba demasiado cerca del pueblo, pero sí bien expuesta a la vista, y cualquier persona que caminara por esos parajes acababa confundiendo la pequeña cabaña con el entorno.
Era una bruja anciana, con la vista nublada y el rostro surcado de arrugas por el tiempo. Sus pestañas, blancas, finas y quebradizas, recordaban a las espinas de un pescado, y los ojos que se escondían tras ellas, a dos perlas azules. Sus párpados eran como el envoltorio de una ostra. Por lo demás, el resto de su cara era como el de cualquier otra señora de la tercera edad.
Vestía siempre con numerosos chales raídos que la hacían parecer una cebolla de colores, y sus únicos zapatos consistían en dos chinelas marrones y polvorientas que le quedaban pequeñas. Savia Herida no solía salir de casa, y menos para comprar ropa que le resultaba innecesaria. Tampoco iba a la peluquería, y recogía la larguísima cascada plateada que era su cabello en un moño sujeto con dos pinzas similares a arañas.
No obstante, y a pesar de su extraña apariencia, Savia Herida no era una bruja mala. Nunca lo había sido, pero en tiempos pasados se había visto obligada a pelear contra otras criaturas mágicas, y tantas magulladuras y cicatrices le habían dejado, que había acabado optando por cambiarse el nombre. Siempre tomaba savia porque, según ella, sanaba las heridas internas (no se sabe si esto es cierto, pero si lo dice una persona que tiene poderes mágicos, es bastante probable que tenga algo de verdad); y además, había añadido al nombre “herida”, porque una forma de nombrarte tiene que definir cómo eres, y al fin y al cabo, tenía el cuerpo lleno de ellas.
Pero, a pesar de haber pasado años y años estudiando brujería, aprendido a mezclar pociones, haber realizado sortilegios complicadísimos y haber logrado controlar prácticamente todos los elementos de la naturaleza, Savia Herida no había podido evitar envejecer; y, al igual que les sucede a todas las personas de esa edad, presentía que su hora estaba cerca. De hecho, lo sabía con total seguridad: iba a morir aquel mismo día.
Aunque no le importaba mucho.
Sin embargo, todavía le quedaba una cosa por hacer antes de morirse. Algo que todas las brujas debían asegurarse de dejar tras ellas antes de finalizar su vida terrenal: un rastro de su magia.
Había muchos modos de cumplir esa tarea, y tras mucho pensarlo, Savia Herida había tomado la decisión de cedérselo a un ser vivo. Concretamente, a un humano.
A diferencia de lo que hubieran hecho sus compañeras brujas, ella no había invertido semanas, meses y años en buscar por todos los rincones del planeta hasta dar con la persona adecuada. Ni siquiera se lo había planteado. Pertenecía a la clase de personas que creían en el azar. Concretamente, en el azar provocado.
Cerró los ojos para concentrarse. Y chasqueó los dedos.
Afuera, la brisa primaveral hacía oscilar con lentitud los tallos de las espigas doradas que componían el campo de trigo.
De pronto, alguien llamó a la puerta. Savia Herida sonrió.
-Está abierto-dijo en voz alta.
Escuchó un chirrido, el sonido de unas pisadas contra la alfombra del recibidor, y a continuación, un adolescente entró en la estancia.
-Hola, buenas tardes…-saludó el recién llegado, mirando con timidez a la anciana-. Verá, hoy había quedado con mis amigos y cuando nos despedimos pensé en volver a casa andando en vez de en tren, pero me he perdido, y encima tengo el móvil descargado…Me preguntaba si usted me dejaría hacer una llamada a mi casa con su teléfono…Si no llamo pronto a mis padres, se preocuparán. Llevan todo el día sin tener noticias mías.
-Por supuesto-aceptó la mujer. Giró la cabeza hacia una mesita en la que reposaba un anticuado teléfono negro, de esos que en vez de teclado tienen una rueda para marcar los números, y lo señaló con el dedo-. Ahí lo tienes.
-Muchas gracias- respondió el chico, sinceramente agradecido.
Se dirigió hacia la mesita, y mientras descolgaba el auricular y hacía girar la rueda lentamente, Savia Herida se le quedó mirando pensativa.
Era alto, pero aun así no debía de tener más de catorce años, tal vez quince. Llevaba el pelo rubio untado con gomina y echado a un lado, una camisa de manga larga, unos vaqueros bastante desgastados y unas zapatillas que parecían quedarle grandes. Un muchacho normal y corriente.
-Sí, mamá…No te preocupes…Una señora me ha dejado llamar desde su casa…Claro que sí…Adiós.
Colgó el teléfono y luego se giró para mirar a Savia Herida.
-Le estoy muy agradecido por haberme dejado telefonear a mi casa, señora.
-No es nada-respondió la anciana con una sonrisa. Luego, se inclinó hacia un lado del sofá para visualizar algo que había detrás de él-. ¿Podrías darme esa taza que tienes detrás, por favor?
El chico así lo hizo, y la bruja se llevó el recipiente a los labios y dio un largo sorbo. Cuando dejó la taza semivacía sobre unos de los brazos del sofá donde estaba sentada, el muchacho pudo ver que contenía un líquido espeso y ligeramente amarillento. Savia Herida se dio cuenta.
-Es savia. ¿Quieres un poco? Tiene muchas propiedades medicinales-le ofreció la anciana.
-Yo creía que eso era la salvia- repuso el otro sorprendido.
-Sí, bueno, también…Pero no es tan eficaz- respondió Savia Herida sonriendo de nuevo. Desde luego, su joven invitado no tenía un pelo de tonto-. Ten, pruébala.
El chico cogió la taza. Se la llevó a los labios. Y bebió.
La bruja contuvo el aliento.
El muchacho apuró todo el contenido del recipiente de un trago y a continuación soltó un sonoro eructo. Miró a la anciana con cara de arrepentimiento.
-¡¡L-lo siento mucho!!
Savia Herida soltó una sonora carcajada.
-No pasa nada, no pasa nada….Eres muy gracioso. ¿Cómo te llamas?
-Pablo-respondió Pablo.
-Un nombre precioso…Escucha, Pablo, me gustaría acompañarte hasta tu casa, pero yo ya soy muy vieja y mi casa queda muy lejos del pueblo…Por eso, te daré un mapa para que esta vez no te pierdas.
-¡Muchísimas gracias, señora!-agradeció el chico.
Miró a través de la ventana. Parecía que faltaba poco para empezar a oscurecer.
Savia Herida alargó la mano hacia la estantería que estaba al lado de ella, abrió uno de sus cajones, extrajo un papel con muchos dobleces de él y se lo tendió al chico.
-Aquí tienes. Te aconsejo que te vayas ya, pronto se hará de noche.
-Gracias otra vez, señora…Me ha hecho un gran favor, de verdad. No sé cómo agradecérselo…
La bruja estuvo tentada de responder:”Aprovechando bien el don que te he dado”, pero se contuvo en el último momento.
Pablo giró el pomo de la puerta, que se abrió con un chirrido, y luego se giró de nuevo para mirar a la anciana.
-Adiós…Espero que nos volvamos a ver.
-Lo mismo digo-respondió Savia Herida, sonriendo amablemente, a pesar de que sabía que eso nunca llegaría a ocurrir.
Pablo salió de la pequeña cabaña y echó a andar por la explanada de trigo.
La brisa que anunciaba la proximidad de la noche mecía las espigas, como si estuvieran bailando al ritmo de una canción de cuna. El sol poniente las hacía brillar, arrancándoles reflejos cobrizos. Quedaba muy bonito.
Entonces se le ocurrió levantar la cabeza para mirar al cielo, y el espectáculo le dejó sin respiración.
El firmamento se había vuelto de un azul indescriptible, y en su centro había una gran nube rosa, que lo iba cruzando lentamente. Era precioso.
De pronto, una idea se abrió paso en la mente de Pablo, e inundó el los pulmones, el cuerpo y el alma.
Quería hacer belleza. Crearla, plasmarla, inmortalizarla. Llenar su vida de cosas bellas.
A partir de ese día, ese deseo fue su objetivo.
Su propósito nació unas pocas horas antes de que Savia Herida muriera.
La anciana se acomodó en el sofá, suspiró cansada por el peso de los años y cerró los ojos.
El resto de brujas de la zona se percataron enseguida de que su amiga había abandonado su vida terrenal, y a la mañana siguiente acudieron a su casa para recoger su cuerpo.
Les llamó la atención la expresión que decoraba su rostro cetrino: denotaba una calma y una satisfacción asombrosas. La sonrisa que decoraba su boca era dulce y relajante, fruto de la felicidad del trabajo bien hecho.
Nadie volvió jamás a habitar la cabaña donde había vivido Savia Herida.
Todavía sigue en medio de aquella explanada de trigo, y la gente que pasa por ahí sigue confundiéndola con el resto del entorno.
Muy pocas personas tienen la capacidad para darse cuenta de la atmósfera mágica que la recubre. Entre ellas está Pablo. Pero nunca ha llegado a recordar el sitio donde se encontraba la casita de madera. Sigue siendo muy despistado.
A pesar de todo, sí recuerda con claridad que allí fue donde empezó su inspiración para ser pintor. Y lo recuerda como un sitio mágico.